domingo, 18 de enero de 2015

historia de un pique

HISTORIA DE UN PIQUE 

A principios de los 70 rondaba yo los 4O años, así que si sacas cuentas, podrás averiguar mi edad. Si eres de los que piensan que la moto es patrimonio solo de veinteañeros, estás terriblemente equivocado, aunque también puede ser que algún día una CBR 900 negra (Fire Blade, por supuesto) te mande un par de aceleradas en el oído, o que en algún bar al costado de la ruta repares en algún anciano de pelo muy largo y canoso que desde un rincón de la barra, enfundado en su Garibaldi blanco, parezca conversar con su Nolan y un café siempre muy largo, sin prestar aparente atención a la conversación de los demás. 

A veces me verás sonreír, tal vez alguna fantaseada que el estirado de turno está endilgando a sus colegas, o probablemente algún retazo del pasado que en aquel momento viene a buscarme. Si estás solo y buscas conversación, adelante, siempre estoy dispuesto a compartir un café (siempre muy largo) pero te advierto: soy peligroso, uno de los inconvenientes de mi edad es que los recuerdos y las anécdotas se agolpan en el archivo y pugnan como endemoniados por salir, así que cuando me tiran de la lengua o del procesador de textos, no se sabe nunca cómo va a acabar la cosa. Y es justamente lo que me está pasando en estos momentos. 

Ah, si, estábamos a principios de los 70. Después de 3 noviazgos fracasados mi situación sentimental era de paro forzoso, no así en el plan laboral, pues el sueldecito de la fabrica me permitía ir tirando, los amoríos que sí me habían ido bien, desde que a los 14 años me desvirgó una Guzzi, la Aleu, dos Montesas y la Ossa actual. Ahora, rozando la cuarentena mi vida parecía estar a punto de dar un vuelco, acababa de conocer a Cuqui. 

Cuqui era quince años menor que yo, hija de un empresario potente y con unas curvas espectaculares. Solo había un problema, Cuqui odiaba las motos, a lo que no le di importancia; un tipo como yo, que había pasado mas horas con un depósito en "las piernas que con una almohada bajo la cabeza, sabría valerme de la técnica y de los recursos necesarios para revertir ese odio en un incontrolable amor. Así que a principios de aquel verano le propuse un pasar un hermoso día en la playa, ella estuvo de acuerdo y le pareció adecuado el lugar. Claro que por entonces aún no existía la autopista, y para llegar allí había que pasar por las cuestas de Garraf, excitante carretera y entrañable amiga que yo consideré adecuada para mis planes: abrir los ojos de Cuqui a las inexplicables sensaciones de un relajado viaje en motocicleta, saboreando el sol, espíritu motero y la elegancia de la brisa marina acariciándole la piel. Al principio todo fue bien. 

Con una conducción distendida y cien por cien turística empezarnos a enlazar los primeros tramos mientras mi pasajera iba ganando confianza poco a poco y empezaba a disfrutar del paisaje y la experiencia; sólo faltaba el violinista, querubines sembrando el asfalto de pétalos de rosa a nuestro paso y cupido enamorándonos con sus flechas impregnadas de amor. 

Nuestro crucero era de unos 40 por hora en plan dominguero, como se acostumbraba a circular por aquel entonces detrás de los coches. Entonces aquellos monstruos rompieron el hechizo de aquel remanso de paz y ternura, y nos devolvieron al planeta "tierra motorista", cuando pasaron rozándonos aproximadamente a la velocidad de la luz... Zum... Zummm... ZumZum ...Zuuumm... Eran 8 o 9 motocicletas en perfecta formación de fila india y tan pegadas la una a la otra que mas bien parecían una única moto con un montón de ruedas y moteros encima. 
Dos segundos después las vi perderse cuesta arriba en un increíble ballet sincronizado a la izquierda, aceleración, destello de piloto trasero, y giro a la derecha. Noté un estremecimiento en las manos de Cuqui que apretaron con fuerza las costuras de mi chaqueta a la altura de los riñones. Volví mi rostro hacia ella sonriendo y seguí inmutable a nuestra velocidad de paseo; afortunadamente, al cabo de un rato noté que se relajaba otra vez. 

Unos quince minutos después, a la salida de una curva volvimos a verlas, se habían detenido en una pequeña explanada a la derecha del asfalto y estaban contemplando la maravillosa vista que los acantilados y el mar les regalaban. Las matrículas de sus motos eran alemanas, y ellos también. Rubios, con cabellos lacios muy largos y barbas; solamente sus cascos eran ya un espectáculo, no se parecían nada a mi orinal de producción nacional, mas bien semejaban escafandras de astronautas, y las motos... Jamás había visto un espectáculo semejante. Sí había oído hablar de las japonesas, o había visto alguna fotografía, pero aquello... ruedas como de coche, carenados, semimanillares, frenos de disco y motores de 4 cilindros, increíble. Aminoré aún un poco más la marcha para poder deleitarme un segundo más con aquella visión, pero la felicidad es efímera y las sobrepasé enseguida, así que después de echarles un último vistazo de admiración y envidia a través del retrovisor, los perdí definitivamente de vista.

SIGUE ...

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